jueves, 2 de diciembre de 2010

Sobre la Fotografía. Susan Sontag

La creación de éste ensayo surgió del análisis de algunos problemas estéticos y morales que plantea la omnipresencia de imágenes fotografiadas, sin embargo argumenta la autora que cuanto más reflexionaba en lo que son las fotografías, se tornaban más complejas y sugestivas.

Las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. El resultado más imponente del empeño fotográfico es darnos la impresión de que podemos contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes. Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento, y por lo tanto poder.
Las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía. En una versión de su utilidad, e! registro de la mara incrimina. A partir de! uso que les dio la policía de París en la sanguinaria redada de los communards en junio de 1871, los estados modernos emplearon las fotografías como un instrumento útil para la vigilancia y control de poblaciones cada vez más inquietas.

El registro de la cámara justifica. Una fotografía pasa por prueba incontrovertible de que sucedió algo determinado. La imagen quizás distorsiona, pero siempre queda la suposición de que existe, o existió algo semejante a lo que está en la imagen. A pesar de las pretensiones del fotógrafo.

Las primeras cámaras, fabricadas en Francia e Inglaterra a principios de la década de 1840, sólo podían ser operadas por inventores y entusiastas. Como entonces no había fotógrafos profesionales, tampoco podía haber aficionados, y la fotografía no tenía un uso social claro; era una actividad gratuita, es decir artística, si bien con pocas pretensiones de serlo. Sólo con la industrialización la fotografía alcanzó la plenitud del arte. Actualmente, la fotografía, como toda forma artística de masas, no es cultivada como tal por la mayoría.

Mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían siempre que las fotos se hagan y aprecien. El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla: cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos.

Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo. Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención: La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu qua inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una «buena» imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente.

La fotografía es un arte elegíaco, un arte crepuscular. Casi todo lo que se fotografía, por ese mero hecho, está impregnado de patetismo. Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. Algo bello puede ser objeto de sentimientos tristes porque ha envejecido o decaído o ya no existe. Además, las fotografías causan impacto en tanto que muestran algo novedoso.

El contenido ético de las fotografías es frágil. Con la posible excepción de imágenes de horrores como los campos nazis, que han alcanzado la categoría de puntos de referencia éticos, la mayor parte de las fotografías pierde su peso emocional. Una de 1900, que entonces conmovía a causa del tema, quizás hoy nos conmueva porque es una fotografía hecha en 1900. El tiempo termina por elevar casi todas las fotografías, aun las más inexpertas, a la altura del arte.

El texto remarca algunas características de las obras de Diane Arbus en 1972; enfrentar la cámara significa solemnidad, sinceridad, la revelación de la esencia del sujeto. Por eso el ángulo frontal parece el apropiado para los retratos ceremoniales (como bodas y graduaciones) pero no tanto para las fotografías utilizadas en los cartelones publicitarios de los candidatos políticos. (En los políticos es más común el retrato de tres cuartos de perfil: una mirada que se pierde en vez de confrontar, aludiendo en vez de la relación con el espectador, con el presente, a la relación más digna y abstracta con el futuro). Para persuadir a esa gente de que posara, la fotógrafa ha tenido que ganarse su confianza, ha tenido que trabar «amistad» con ella.

Algunos fotógrafos se erigen en científicos, otros en moralistas. Los científicos hacen un inventario del mundo, los moralistas se concentran en casos concretos. Se hicieron imágenes no sólo para mostrar lo que había que admirar sino para revelar qué insuficiencias era preciso afrontar, deplorar y remediar. La fotografía estadounidense implica una relación con la historia más sumaria y menos estable, y una relación con la realidad geográfica y social a la vez más esperanzada y más depredadora. El perfil esperanzado lo ilustra el consabido uso de las fotografías en Estados Unidos para despertar conciencias. A principios de siglo Lewis Hine fue designado fotógrafo del Comité Nacional de Trabajo Infantil, y sus fotografías de niños que trabajaban en molinos de algodón, campos de remolacha y minas de carbón contribuyeron en efecto a que los legisladores proscribieran la mano de obra infantil.

Como al coleccionista, al fotógrafo lo anima una pasión que, si bien parece dedicada al presente, está vinculada a una percepción del pasado. El fotógrafo está comprometido, quiéralo o no, en la empresa de volver antigua la realidad, y las fotografías mismas son antigüedades instantáneas. La vida no consiste en detalles significativos, iluminados con un destello, fijados para siempre. Las fotografías sí. El atractivo de las fotografías, el señorío que ejercen en nosotros, consiste en que al mismo tiempo nos ofrecen una relación experta con el mundo y una aceptación promiscua del mundo.

Los primeros fotógrafos hablaban como si la cámara fuera una copiadora; como si cuando una persona opera una cámara, fuera la cámara la que ve. La invención de la fotografía fue recibida como medio para aliviar la tarea de acopio constante de información e impresiones sensorias. El fotógrafo era tenido por un observador agudo pero imparcial: un escriba, no un poeta. Pero como la gente pronto descubrió que nadie retrata lo mismo de la misma manera, la suposición de que las cámaras procuran una imagen objetiva e impersonal cedió ante el hecho de que las fotografías no sólo evidencian lo que hay allí sino lo que un individuo ve, no son sólo un registro sino una evaluación del mundo.

Siempre se ha interpretado la realidad a través de las relaciones que ofrecen las imágenes, y desde Platón los filósofos han intentado debilitar esa dependencia evocando un modelo de aprehensión de lo real libre de imágenes. Esas imágenes son de hecho capaces de usurpar la realidad porque ante todo una fotografía no es sólo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria. Si bien un cuadro, aunque cumpla con las pautas fotográficas de semejanza, nunca es más que el enunciado de una interpretación, una fotografía nunca es menos que el registro de una emanación (ondas de luz reflejadas por objetos), un vestigio material del Tema imposible para todo cuadro.

Para los defensores de lo real desde Platón hasta Feuerbach, identificar la imagen con la mera apariencia -es decir, suponer que la imagen es absolutamente distinta del objeto representado- es parte del proceso de desacralización que nos separa irrevocablemente de aquel mundo de tiempos y lugares sagrados donde se suponía que una imagen participaba de la realidad del objeto representado. Las fotografías no se limitan a redefinir la materia de la experiencia ordinaria (personas, cosas, acontecimientos, todo lo que vemos -si bien de otro modo, a menudo inadvertidamente- con la visión natural) y añadir ingentes cantidades de material que nunca vemos en absoluto. Se redefine la realidad misma: como artículo de exposición, como dato para el estudio, como objetivo de vigilancia. La explotación y duplicación fotográfica del Mundo fragmenta las continuidades y acumula las piezas en un legajo interminable, ofrece por lo tanto posibilidades de control que eran inimaginables con el anterior sistema de registro de la información: la escritura.

Para concluir, las fotografías son un modo de apresar una realidad que se considera recalcitrante e inaccesible, de imponerle que se detenga. O bien amplían una realidad que se percibe reducida, vaciada, perecedera, remota. No se puede poseer la realidad, se puede poseer (y ser poseído por) imágenes; al igual que, como afirma Proust, el más ambicioso de los reclusos voluntarios, no se puede poseer el presente pero se puede poseer el pasado.

De las últimas citas, la que más me agradó porque identifiqué mis pensamientos con ella fue la siguiente:

Si pudiera contarlo con palabras, no me sería necesario cargar con una cámara.
Lewis Hine

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